November 28, 2008
Acción voluntaria y regulación estatal
Artículo de John Bennett, de la Fundación Libertad, publicado en el diario La Prensa
Por una enfermiza razón de dependencia, muchos ciudadanos creen que sus problemas pueden ser resueltos por el gobierno y ello sería risible si no fuese tan patético y una de las causas principales de nuestra pobreza.
Cada vez que surge un problema, corremos a producir una ley o reglamentación para “resolverlo”, sin darnos cuenta de que típicamente lo que hacemos es crear nuevos problemas que no existían, y a menudo ni siquiera superamos el problema que motivó la legislación. Por algo dice un proverbio chino que “mientras más leyes, más criminales”.
Debemos superar esta dependencia si hemos de abrir portales a un desarrollo que nos permitirá resolver los críticos problemas sociales, económicos y tecnológicos de un planeta que se achica. En esta carrera no hay marcha atrás, pues la puerta de salida está por delante.
El problema del exceso de regulación y dependencia central no es nada nuevo, como tampoco criollo, sino algo que está abocando a grandes crisis a países desarrollados como Estados Unidos y los del continente europeo, en donde demasiadas personas han fincado sus esperanzas en modelos de dependencia.
Y no es que no necesitemos reglas, lo que no necesitamos es exceso de reglas. Los humanos tenemos una gran capacidad de vivir en armonía e interactuar, sin tantas normas, a través de acuerdos voluntarios. Es como la vida en familia, que le permite funcionar sin un Palacio Legislativo.
Cuando nos volvemos dependientes de terceras personas y de sus leyes, entramos en un complejo mundo de conflicto de intereses, en donde típicamente los más vivos salen ganando. Y es que el proceso legislativo es lerdo y plagado de torcidos intereses. Además, mucha de la regulación estatal está infectada de consecuencias inesperadas, pues sus gestores difícilmente pueden anticipar todos sus efectos directos, indirectos y a menudo invisibles.
Además, las leyes engendran más leyes, pues son el opio de los legisladores, grupo necesario pero que hay que controlar, a fin de que no se desboque. Podemos citar muchos casos de leyes que pretenden solucionar problemas, tal como la del salario mínimo, con efectos secundarios que pocos entienden, pero que sí sufren; sin embargo, como se dice, “ojos que no ven, corazón que no siente”. También está el caso de la gran estafa educacional y de la salud pública, que todos creen que es gratuita. Nada tan malo es gratuito.
Tomemos el caso del “fallo del mercado”, que como dice John Blundell “implica un Estado perfecto, organismo omnisciente y altruista capaz de detectar y corregir los fallos del mercado con total independencia de los intereses de quienes forman parte de él y sin ulteriores consideraciones políticas”. Mejor aún las palabras de Alfred Marshall acerca de su opinión en torno a la intervención estatal: “¿Está usted pensando en un Estado sabio, justo y todopoderoso o en el Estado tal como es?”
Una de las consecuencias más gravosas de toda la intervención estatal a través de su mar de normas, la constituye sus costos indirectos e invisibles. Ya en otras legislaturas no se puede presentar ningún proyecto de ley, sin un estudio de costos directos e indirectos. ¿Quién puede precisar el costo de las trabas para despedir a un mal empleado o, inclusive, a los buenos? ¿Conocemos el costo total de toda la burocracia estatal y su repercusión en el de la canasta básica?
Otra terrible realidad de los costos de la regulación es que el grueso lo pagan otros, y de maneras que no logramos vislumbrar, y ello es lo que más contribuye al frenético aumento de la regulación. Si llegásemos a conocer y sumar todos los costos directos e indirectos de la regulación estatal, veríamos que casi sin excepción rebasa su nivel de eficiencia, y eso es terrible.
Nada de esto es nuevo, y de hecho es algo que se discute en numerosos países y que ha sido reconocido por la OCDE. La intención es buscar alternativas a la regulación. Algunos ejemplos de desregulación han tenido inmenso éxito, tal como en ciudades en donde se han retirado casi todos los avisos de tránsito, y aun los semáforos. El secreto detrás de todo ello está en la acción voluntaria entre grupos e individuos. Estos acuerdos son mucho más ágiles y realistas que los estatales.
Lo perverso del exceso regulador es que a menudo conviene a las grandes empresas en detrimento de las pequeñas, tal es el caso del salario mínimo. Por supuesto que algunos políticos, a veces demasiados, adoran las regulaciones, pues dan a entender que “están haciendo algo”.